viernes, 5 de septiembre de 2025

Latidos / Eugenio Mandrini

 




Este es mi corazón: una bomba de tiempo impreciso.
Para vivir, se alimenta de pájaros a los que traga como
    una jaula. Pájaros cuyo piar resignado se confunde
    con latidos.
Para vivir, también me hace creer ilusiones fantásticas:
    ser Omar Kahyam cubriendo con odres sin término
    cráteres lunares
    ser el perro que al fin es dueño de un baldío
    techado con huesos robados a cementerios jóvenes
    o ser quien salta al aire montado en una escoba
    con cabeza de mujer cuya voz me susurra que soy yo
    su amor, su único amor, u arrasador amor.
Alguna vez mi corazón fue una cruz que habla, que dijo:
    “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Y yo hice
    silencio, porque él era sólo mi corazón, no mi hijo.
Otras veces muerde, y es como una trampa que desmenuza
    las costillas de un oso; tanta es la mordedura
    que la desearían en invierno, la crueldad,
    los espejos que delatan la decepción
    o palabras como nudillos-huesos-alaridos.
 
                 Pregunto: ¿es mi corazón el
                 autor de la frase: “Sus ojos
                 se cerraron y el mundo sigue
                 andando?
 
Mi corazón a veces se emociona. Y cuando esto sucede
    siento que Archimboldo me transmuta las orejas
    en jardines, los pómulos en hojas de un otoño de
    limones explotando, y una humedad parecida al
    brillo de los bosques me decora, como pulpa,
    la sonrisa.
Otras veces me asusta. Y cuando mi corazón se asusta es
    como un parir por la garganta al amigo agonizando,
    a la cama de Dios solitaria y desnuda, o
    un rayo deshaciendo al árbol que daba sombra
    a los insolados.
 
                  Insisto, corazón, ¿eres tú
                  quien escribió que la vida es
                  sueño? ¿Eres quien da la
                  orden de detenerse o continuar
                  a estas piernas de furioso día,
                  de endeble noche?
 
Pero no. ¿Cómo podría yo querer esconder tu isla y
    naufragarte? Sucede que me aferro a una mujer
    —días sin conjeturas en los remos de su abrazo—
    y olvido tu borrasca y bebo de otro mar
    y sus orillas.
En el fondo, corazón, quiero creer que estás enamorado
    solo de la tierra profunda, donde bullen
    las hormigas
    los topos
    las papas cuyo destino presienten el hervor
    los muertos amados que regresan solo un poco menos
    muertos
    los muertos odiados que ya nunca
    y Julio Verne en el centro del descenso.
Corazón: vivamos juntos mientras seas penumbra que emerge
    de la luz más antigua e instantánea.
¿Qué haría yo contigo si pudiera? Oh, nada del otro mundo,
    Corazón. Sólo devorarte los párpados para
    Que continuaras despierto.
Ramponi, un poeta, al hurgar en tu océano de sangre,
    escribió que todo es posible: el corazón lo sabe.
    Ah, Ramponi, amigo mío nunca visto. ¿Y si el corazón
    el saber y calla, qué será de nosotros
    remeros en la arena?
Pero no te estremezcas, corazón: no hay en mí nada
    nada natural y espantable como por caso un búho que
    descubre a la rata y se abalanza como un meteoro
    negro y la lleva consigo y la devora y entrecierra
    los ojos y después dormita. En mí hay sólo
    un desconocido ciudadano que escribe desde
    su refugio de papeles expuestos al fuego, hasta
    que la cercanía del vecino presienta que ni él
    ni yo estamos solos, aunque vivamos sitiados
    por el terror y la ilusión.
 
                   ¿Fuiste tú quien escribió
                   que el resto es silencio?
                   ¿Lo fuiste, corazón?
                   ¿Me escuchas?
 
Este es mi corazón: una bomba de tiempo impreciso.


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