Antiguamente, sus manos eran dos
lunares rosados sobre la reluciente ropa blanca que ella planchaba. Pero, en
esta lavandería la estufa es demasiado candente y su sangre se ha evaporado,
gota a gota. Toda ella se vuelve cada día más blanca, y en el vapor que
asciende se la distingue entre las oleadas resplandecientes de los encajes.
Sus rubios cabellos flotan en el aire en
rizos destellantes, y la plancha sigue su camino levantando nubes de la ropa —y
alrededor de la mesa su alma, que resiste todavía, su alma de planchadora se
extiende como la blanca ropa, tarareando una canción— sin que nadie ponga su atención
en ella.
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