Me suicidé en horas de tránsito
cuando las gentes blasfeman ante el paso de un cadáver
que las hace llegar tarde. Era estrictamente necesario
evadir las lágrimas y las miradas al cuerpo desmembrado
con sus cianuros palpables en las zonas del encanto
el sexo envenenado y las palabras
que salieron a tomar impresiones digitales del hastío.
El juez es un señor de grave calvicie y ojos desteñidos
por donde entran señales. Hoy las mías lo obseden
su cuerpo mira el mío con horror mientras los dedos
recorren la piel blanca bajo el chaleco.
Pero de qué madera estamos hechos para luego fabricar
cuentos
con prostitutas que hubiéramos amado en la infancia
en mitad del entierro. Y es mejor es mejor
ya que este suicidio viene a sustraerse de las miradas
escucha con su empaque la saliva del forense
y queda impávido con su rigidez. Sé que oigo
y que me es imposible robar las cosas memorables
para ordenar mi mundo. Quiero oír
esos destinos de sangre que vienen al sepelio
con su baño rápido
la falta justificada
y las ganas de leer el diario para sacudirse
el moho del cementerio que se adhiere al cabello.
Desde esta losa me impresiona el vaivén del gusano
que busca los lugares mimados
la plaza en donde el agua
saltaba con su risa. Aquí todo es inmóvil
y los vecinos no oyen. No puedo levantarme
tengo los brazos y las piernas perdidos
en un pequeño mundo de indiferencia
de canto para árboles que me miran con sus raíces
extraviadas.
Y no es nuevo que necesito calefacción
para los pies casi mustios para el horror
de no alcanzar a estornudar en medio del olvido
con rostros ojos piel donde palpar un grito
que me obligue a dormirme a dormirme
a no pensarme siquiera ni a saberme
ni a descubrir que acaso tengo que volver a vivirme.
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