domingo, 17 de abril de 2011

El fantasma de los libros



  

   Entrar a una biblioteca no es como entrar a una librería, por más que la librería sea inmensa de libros y de resquicios.
   La biblioteca es una abadía; la librería, un kiosco donde abundan pirámides de papel.
   La voz que se logra escuchar desde una biblioteca, amplifica una lugubridad como si todos los susurros del mundo se unieran en uno: ven, léeme a la luz de la vela de tu alma. En el la librería, un murmullo de fondo, casi mudo.
   Y uno podría decir que los libros son los mismos, o no. Pero la ráfaga o vibración que arde en esos mismos libros es diferente. También podría decirse que se despliega más silencio y así se logra escuchar los aullidos de la metáfora claramente en la lectura: atraer al otro mundo a nuestros ojos. En cambio, en la librería, no sucede de esa manera.
   ¿Y será por las voces de las demás personas? No se sabe, es decir, no lo sé. Podría augurar que los libros duermen presos.
   Me pregunto: ¿tendrán miedo los libros? ¿Por qué nos hablarán de forma entrecortada?
   Pienso que un libro de biblioteca es más feliz, porque siempre regresa a casa en compañía de sus amigos, los demás libros. Un libro de librería tiembla, desconoce al lector y piensa que no lo entenderá; que lo prestará a alguien, y que ese alguien, quizá, lo utilice como papel para las brasas.
   El libro de biblioteca siempre regresa.
   Por eso pienso, me pregunto ―o quizá sé―, por qué los libros de mi biblioteca hogareña serán felices.
   Desde la punta de sus relieves, se comunican, se susurran algo. No lo sé. Yo, a veces, los oigo. Uno de ellos exclama: ¡El poeta! ¡Sus alas de gigante le inpide caminar! Otro: He visto lo que hombre ha creído que veía. Y otro: Me derramo entre ondulaciones. Acaricio mechones de pelo de mi esposa, hace años muerta.
   Esta noche alucino cómo se habrá sentido Borges. Y cito sus palabras de formidable brillantismo en la ceguera: “Sé que están ahí, pero no puedo leerlos. Siento su gravedad.”
   Pero yo, que soy verdaderamente nada, agrego:
                           Sólo observándonos,
                           acechando nuestra vida desesperada:
                           páginas en blanco.

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