El terrier
de mis vecinos no ladra ni llora: aúlla.
Su
queja elemental no cede, acosa la mañana,
puede
más que la pared que nos separa,
más
que el libro en qué reposo y más
que
mi abstracción sabática.
Algo
de mí supura en ese aullido;
un nervio
viejo, vivo, un tiempo primordial
en ese
espejo donde me cabe y se me escapa
la
voz del oprimido que el terrier huele y llama.
Y se
me abren las venas de un secreto,
la caldera
de los miedos se derrama,
gime el
rezagado,
busca
el burdo algún portón,
el
libro cae, lo sumerjo
entre
mis patas afiebradas
y
alzando el cuello
no
ladro ni lloro: aúllo.
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