(Del libro El verano)
Sí, aquello que amo en las ciudades de Argelia es
inseparable de los hombres que la pueblan. He ahí la razón por la cual prefiero
encontrarme allí en aquella hora del atardecer en que las oficinas y las casas derraman en las
calles, todavía oscuras, una multitud parlanchina que termina por deslizarse
hasta las avenidas que bordean el mar y que al llegar allí comienza a callarse
a medida que se aproxima la noche y en tanto las luces del cielo, de los faros
de la bahía y de las lámparas de la ciudad, se van reuniendo poco a poco en una
misma palpitación indistinta. Todo un pueblo se reúne así al borde del agua y
mil soledades brotan de la multitud. Entonces comienzan las grandes noches
africanas, el regio destierro, la exaltación desesperada que espera el viajero
solitario.
¡No,
decididamente no vayan a ese país aquellos que sienten su corazón tibio, aquellos
cuya alma es una bestia pobre! Pero para aquellos que conocen los
desgarramientos del sí y del no, del mediodía y de la noche, de la rebelión y
del amor, para aquellos, en suma, que aman las piedras erigidas frente al mar,
hay allá una llama que los espera.
(1947)
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