sábado, 9 de julio de 2011

Nuestro escritor favorito





   La influencia que ejerce un autor sobre otro se asemejaría a una sombra, a un caminar sobre tembladerales: acaso un deambular por un páramo donde pasó una tormenta, y donde sólo quedan espíritus, trazos de fantasmas que quieren huir, seguir comunicándose: iniciar otra tormenta, pero con uno mismo.
   A veces contemplo mi biblioteca: muchos libros nuevos, varios gastados. Es decir, profusamente leídos. Pero existe alguno que otro que se encuentra un tanto más desarmado que otro, y eso significa mi amor o placer hacia ese libro.
   En mi caso, quiero decir, en el caso de mi biblioteca, uno de ellos es el más deshilachado, el más solitario, el más oscuro o sombreado o iluminado por mis manos. Y ese libro se encuentra en el tercer estante: a su derecha lo abraza William Blake; a su derecha lo oprime Anatole France. Y esto lo puedo decir en este momento, mientras giro mi cabeza hacia la biblioteca.
   Como una cuestión natural, al leer deseamos escribir: metamorfosear las palabras para que crezcan, si es posible, como un monstruo personal. ¿Y será acerca de lo que habremos contemplado, leído? ¡Quién sabe! Ni nosotros sabemos, apenas sospechamos. Quizá sospechemos acerca de lo que nos pasa, de lo que soñamos, de lo que queremos o imaginamos, como si todo fuera un remolino; y en su vórtice, nosotros y todas las cosas de la vida. Todo el mundo, girando. Siempre alrededor del todo y de la nada, girando; volando para saber, si acaso la vida, arde en resabios de otros huracanes pasados: ráfagas de otros tiempos, donde otro escritor, también, se hundió en la tormenta de la literatura, y para decirse, para decirnos.

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